La adoración de los tacones (Sampedro) Vs. la agresión por impulsos fetichistas (Jerez)

Hace unos días se detuvo en Jerez a un hombre que se lanzaba sobre mujeres jóvenes, las arrojaba al suelo, las sometía a tocamientos y para terminar la faena les robaba los zapatos de tacón antes de huír. En alguna de las noticias se menciona que el objetivo del agresor era «abusar de la víctima» y se detalla que tenía varias denuncias por intento de violación… Pero en la mayoría de los medios el foco de atención no está puesto en la agresión, sino en el fetichismo y los tacones. Si nos guiásemos por los titulares, no habría habido abusos, tocamientos, intentos de violación… sólo un tío loco robando tacones, lo cual suena hasta jocoso.

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Obviamente, en el caso de la persona de Jerez detenida, se trata de una conducta que violenta la voluntad, la integridad física y la libertad sexual de terceros, y por tanto condenable. Nada que ver con el fetichismo sexual más común y habitual.

«El fetichismo sexual se considera una práctica inofensiva, salvo en el caso de que provoque malestar clínicamente significativo o problemas a la persona que lo padece o a terceros, pudiendo en este caso llegar a considerarse un trastorno patológico propiamente dicho.»

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Sin querer frivolizar sobre las agresiones que han sufrido esas mujeres jerezanas, en homenaje a este otro tipo de fetichismo, al que supone fuente de placer y felicidad para todos los implicados y no motivo de agresión, rescatamos este fragmento de «El Amante Lesbiano», de Jose Luis Sampedro, quien recientemente nos abandonó:

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«Señora, Tú la percibiste, mi fascinación ante tus exquisitos zapatos. Y Te declaré mi envidia, acrecentada cuanto más los contemplo, los huelo, los beso, los adoro. Me han transfundido su vida.

Ahora Te la escribo como me mandaste. Hablo por ellos: Espero en el sótano de Tu armario, uno más entre los que, por pares, nos inclinamos encaramados sobre dos barras doradas paralelas, retenidos en la más alta por el tacón. De pronto se abre la puerta y, tras el inicial deslumbramiento, percibo a contraluz Tu figura y casi me caigo al ponerme de puntillas para destacar y ser el par elegido. Enfrente Tus pies descalzos, Tus piernas y el torso, que inclina hacia nosotros el relieve de los pechos y el rostro aún indeciso, cuyos ojos nos recorren con la mirada como el teclado de un piano. Mi nerviosa expectación estalla en júbilo cuando Tu mano me alcanza, me recoge, me transporta hasta Tu calzadora. ¡Qué emoción cuando Tus pies me penetran, se asientan y me poseen, sellando su poder con ligeros toques de afirmación contra el pavimento!

Mi orgullo es tanto como mi placer. Soy el pedestal de Tu estatua, Tu soporte, Tu montura, Tu reposo en tierra. Soy guante de Tus pies adorables, cunita doble para ellos, su protección y adorno. Les ofrezco el mejor cuero, el más flexible, el más digno de envolverlos, de acariciar sin roces, de ceñir sin oprimir, de abrigar sin sofoco. Me ensancho lo justo para la comodidad de la pisada y me repliego para ser sumiso en Tu descanso Sería feliz como cualquier otro de Tus zapatos, incluso el más humilde, pues todos gozan de tanta intimidad, pero tengo la suerte de servir para las grandes ocasiones por mi exclusivo modelo, mi cuero selecto, mi digna negritud y mi poderoso tacón de aguja. Estoy además en la joven madurez de mi vida: lo bastante nuevos aún para exhibirme y lo bastante usados para haberme adaptado a Tu forma y andares y para que mi olor originario –a tapicería de auto recién comprado– esté ya mezclado con el de Tu propia carne.

Por eso me calzas como el paladín viste su armadura; me montas para vencer como mujer. Y yo empiezo por ser Tu heraldo, el que anuncia Tu inminente llegada con las restallantes castañuelas de Tu taconeo. Me yergo para eso como el más altivo, el más amenazador y dominante de los tacones, cuya agresividad me produce dolor por repercutir en el talón de mi plantilla. Soy así repetidamente machacado, soy Tu voluntaria víctima y entonces me concedes el goce de estar sufriendo por Ti, de inmolarme voluntariamente al triunfo de Tu poderío. Me esfuerzo a cada instante por consolidar Tu estabilidad sobre mis agujas y, recibo, junto con mi dolor, a cada pisada, un placer indecible: la vibración de Tu tobillo. Esa leve oscilación que llena de gracia Tu andar imperioso y seductor a la vez; dominante y provocador a un tiempo.
¡Qué irresistiblemente avanzas, envuelta en mi ritmo sonoro!

Por eso no me cambio por ningún otro calzado, aunque en verano envidio los que llevas sobre Tu piel y juegan directamente con cada uno de Tus dedos delicados; lo mismo que a veces, por un momento, quisiera ser Tus chinelas de raso y pluma, también con tacón alto, que Te pasean por Tu alcoba y hasta el baño y que –pienso– retiran reverentes Tus amantes. En realidad, lo confieso, envidio todas las telas, cueros, pieles o metales que Te visten o Te adornan, donde quiera que se asienten en la geografía de Tu cuerpo. Y envidio, sobre todo, Tus medias, que me separan de Tu pie, y no se quedan en él sino que se elevan abrazando Tus piernas hasta allí donde sólo alcanzan fugaces visiones mías.
Perdona esta osadía y no me niegues la gloria de servirte como pedestal y de cantar mi entusiasmado taconeo: La gloria de estas sandalias bienaventuradas.»